Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol
cuento del argentino Roberto Fontanarrosa
Porque
yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo afirmar que
mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrehalf
peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo se que es difícil imaginar, suponer,
adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura
hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es
sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo
del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca
personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo,
admito, era factible entrever en el la grandeza, el coraje y una hombría
de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus victimas,
encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno
de los pocos privilegiados que pudo compartir su circulo áulico,
cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese
respeto, ese sobreentendido. el que me permitió ser testigo de un hecho,
de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de
considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un
rispido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales.
Cuantas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez,
cayo desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo!
Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los mas pesados
e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos
o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la
otra cara del ídolo deportivo. Cuanta nobleza habitaba el pecho
inconmensurable de Wilmar! Cuanto valor cívico podía esconderse bajo el
glorioso numero cinco prendido a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre
el césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos
Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde
los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura
mitológica !
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino
Puseya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus
columnas en "El Tero Alerta" de Rocha con el ingenioso pseudónimo
de "Banderín de Corner", bautizo a Cardaña como
"El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo
advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza
invicta, mas allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo
después, algún pícaro modifico el apelativo para extenderlo a "El Hombre de
Roble", lo que, en si, parecía configurar un elogio a la increíble
solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad
escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña
a la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra lo
certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adaptada
velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedo allí la cosa,
porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz
punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el
alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un
periodismo no propiamente imparcial, paso a llamarlo "El Hombre de
Neanderthal". Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el
particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol,
eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre el se
derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el
mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en
Treinta y Tres, me perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias
de aquella histórica final del 54, tema que el, por pudor y humildad, jamás
quiso develar. Puede que el relato aporte también nuevas
referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa
final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva
por nombre "La numero cinco". La anécdota revelara que el
titulo de la pieza se refiere a la casquivana pelota de fútbol, y no al
numero que lucia la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus
dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y
malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss
Paysandu" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de
tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954
llegue al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel
de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión,
acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional.
Había una efervescencia
formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los que
pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba
en toda la noche. Sin embargo, me halle con un grupo de muchachos
--jugadores, técnicos y dirigentes-- departiendo mansamente luego del
desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa
primera impresión fue efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en
los movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar
penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el
desgarro insoportable de la espera.
Pregunte por Cardaña y me contestaron que el
recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí
a su pieza, con la familiariedad que me confería su actitud amistosa
hacia mi, y me invito a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña
era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el
campo, entre vacas y animales poco propensos al dialogo. Creo que hasta
ese día --y ya llevábamos mas de dos años de amistad--, solo le había
contabilizado nueve palabras, monosilabicas en su mayoría. Y vale la
pena consignar que mas de la mitad de ellas las había gastado en una
sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anuncio: "Permiso, voy a ir al baño".
Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino,
y no podían esperarse de el frases grandilocuentes o inflamados
discursos. De mas esta decir que era la tortura de los periodistas
radiales quienes, mas de una vez, debieron quitarle los auriculares sin
haber obtenido de el ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a
un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad
del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas
de ropa deportivas; por lo tanto, en las
concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces de
gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al reves, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo
que lo hacia parecer sujeto por un chaleco de fuerza.
--Es por el pecho-- me dijo, señalándose el
cuello. Yo sabia que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo
--aquellos cigarritos negros "Barbudas", de la época, que solía
lucir detrás de la oreja durante los partidos-- le había instalado
una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía
mentira que un hombre que fumaba como el, casi siete etiquetas
por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo
de juego. Cuantos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y
publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados
dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física
que acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y
descuidos! Cuantos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a
sus peinados y manicuras, se hubieran atrevido a mostrarse a la prensa
en saco de calle vuelto del reves, camiseta musculosa debajo y pantalón
pijama, sin temor a ser el hazmerreir o al escarnio!
En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson
Amadeus Farragudo, aquel implacable marcador de punta, el del gol agónico
al Wanderers en el 49, de sombrero de fieltro sobre los ojos,
tomando mate. Le decían "El Buitre" Farragudo, no solo por la
nauseabunda peladura de su cuello, sino porque, cual la conocida ave
carroñera, era quien caía sobre los restos de las victimas de Cardaña,
cuando este recibía a los delanteros rivales por el medio de la cancha.
Por la mustia actitud de Farragudo --mitigaba el sonido del mate cubriéndose
la cabeza con una toalla-- comprendí que algo no andaba bien
en mi amigo, su compañero de pieza, el legendario centrehalf peñarolense.
Por si no lo he dicho, Wilson Everton Cardaña
tenia una cara de rasgos grandes, muy marcados. Las cejas, negras y
pobladas, se juntaban sobre el puente de la nariz. Los ojos, sin ser
bellos, eran saltones y parecían querer fugarse por debajo de unos párpados
gruesos, de piel porosa como la de los citrus. La nariz era
prominente, larga, carnosa, de aletas amplias. La boca se abultaba bajo
el bigote generoso y se alargaba hacia los costados, pareciendo que las
comisuras profundas podían alcanzar los peludos lóbulos de las orejas,
también enormes. Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían
dos ondonadas como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y delimitar con claridad el
mentón avanzado y desafiante. Daba la impresión de que uno podía tomar esa
porción inferior
de la cara, por aquellos surcos que partían de las mejillas, y quitarla
de allí, como si fuese un aditamento plástico removible. Había en ese
rostro algo perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor.
Era como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda,
el magma primigenio. Era asomarse al inicio de la naturaleza. Y ese
rostro, aquel dia, estaba transfigurado.
Consciente Cardaña de que yo había percibido
ese clima extraño y dislocado, fue hasta una cómoda y saco algo de uno
de los cajones. Pronto se me acerco con la facilidad que le daba nuestra
confianza mutua, y me extendió una hoja de papel azul.
--Es una carta-- me aclaro.
Lei la carta y, en ella, con una letra
despareja, salpicada de errores ortográficos, decia: "Soy casi un
niño y, desde hace mucho tiempo, me hallo encerrado en una oscura sala
del Hospital Muñoz. Padezco de un mal irreversible y, por eso mismo, no
estaré el domingo en el estadio para alentar al glorioso Peñarol. Si no
es mucho pedir, me haría muy feliz tener en mis manos la pelota con que
se juegue el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si es
necesario pagar, adjunteme la factura, que oblare gustoso con dinero que
he ahorrado privándome de la medicación. Suyo, Jose Petunio Invenianto,
cama 747."
Confieso que termine de leer aquella carta con
los ojos nublados por el llanto. Cuantos purretes de hoy en día,
deslumbrados por el artificio de la tecnologia y la banalidad de la computación, serian capaces de solicitar a su
ídolo deportivo el humilde
y significativo obsequio de una pelota? Cuantos niños de la actualidad,
engañados por la urgencia de una sociedad que no sabe de la pausa para
la charla amable o la reflexión, tendrían la delicada paciencia de
solicitar la pelota para "después" del partido y no para
"antes" del mismo, con todos los inconvenientes que esa
voracidad podría provocar en la popular justa? Pero mi sorpresa fue
inmensa y total cuando alce los ojos. Allí, delante mío, Wilson Everton
Cardaña, "El Hombre", "El Capitan Invicto",
"El Hacha" Cardaña estaba llorando. Aquel que hiciera callar
de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio
Pacaembu, cuando la final de la Copa Roca! Aquel que se bajo los
pantaloncitos y el canzoncillo punzo para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y celestes a la Reina Isabel en el mismisimo estadio
de Wembley! Aquel que ya a los ocho años quebrara en tres partes el
tabique nasal a su profesora de música en la escuelita sanducense...
estaba llorando! Esta cartita escrita sobre el burdo papel azul por
aquel botija preso en la fría sala del Hospital Muñoz había hecho el
milagro de ablandar el corazon, en apariencia fiero, del granitico
centrehalf de Peñarol y la selección uruguaya.
No abundare en detalles ni cedere a la tentación
periodística de recordar los avatares de aquel partido memorable que
termino con el resultado por todos conocido. Calle la historia por mi
presenciada en la habitación de Cardaña, por pudor y por prudencia,
consciente de que no saldría de mis labios ese relato, como así tampoco
de los del "Buitre" Farragudo, austero en su vocabulario como
en su manejo del balón.
El lunes, al día siguiente del encuentro, acudi
al Hospital Marcelo Muñoz, a ser testigo del final de la historia.
Esperaba hallar allí tan solo a Cardaña pero cuan grande seria mi
sorpresa al ver a las puertas de nosocomio el plantel integro de Peñarol,
algunos aun con la camiseta puesta bajo el saco, deseosos de cumplir con
el pedido postal! Y lo increíble, lo conmovedor, es que no se habían reunido alli por un acuerdo previo o concertado. Uno a uno, por su
propia cuenta, con la misma coordinación que ponían en el campo de juego
para implementar la ley del off-side o presionar a un juez de línea, habían
llegado hasta el Muñoz para acompañar al capitán en la entrega
del preciado regalo! Cuanto planteles de la actualidad, ahitos de dinero
y fama fácil, serian capaces de repetir aquella escena, aquella
convocatoria, llevada a cabo por hombres simples y cabales, deportista
que no conocían los devaneos en torno a contratos fabulosos ni los
desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de comenzar algún
encuentro?
Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa
presencia masiva y espontánea, frente a tanta humanidad enternecida,
Wilson Everton Cardaña no aguanto mas y lloro como una criatura. Lo seguí
yo y luego el plantel. Lloramos abrazados sin avergonzarnos de los
facultativos que nos miraban con cierta curiosidad o de los transeuntes
que acertaban a pasar por el lugar. Algún periodista, mal periodista,
arriesgo luego la mezquina versión que el plantel de Peñarol lloraba
aun el lunes la ignominia de la abultada derrota, soslayando el hecho
irrefutable de que se trataba tan solo de un acto de amor y
desprendimiento. Cuantos periodistas de hoy en dia, mercenarios que
ponen su pluma al servicio de quien mas paga, habrian hecho exactamente
lo mismo que aquel sicario de la prensa amarilla!
Desahogados en parte, pero aun trémulos por lo
tocante de la escena, pudimos seguir rumbo a la sala 2, media hora mas
tarde. Adelante, Cardaña, con la numero cinco entre sus manos enormes. Atrás, yo y el plantel, encolumnados en un remedo de la tantas veces
repetida entrada a la cancha.
Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedió
después, ya que tuvo ciertos rasgos sorpresivos e inesperados. Como así
también advertir al lector que mi fidelidad al relato me obliga al uso
de palabras que no son de mi predilección, a pesar de ser moneda
corriente en la via publica.
Fue casi simultaneo entrar en la sala 2 e
individualizar al pequeño que había solicitado el obsequio. Tendría doce, trece años y, cubierto por un
camisón blanco de tela basta, se
hallaba de pie sobre su cama, expectante, mirando hacia la puerta como
si nos hubiese adivinado. Tal vez el revuelo de enfermeras y doctores lo
alerto, quizás la intuición infantil, o tal vez el hecho de que,
nosotros, nos acercabamos cruzando los largos y umbrosos pasillos
cantando la Marcha del Deporte. Pareció no dar crédito a lo que veían
sus ojos, las pupilas se le empañaron y comenzó a temblar como atacado
por la fiebre. Impresionado, Cardaña se acerco a el y le entrego la
pelota firmada por todos. El pibe la miro, nos miro a nosotros, volvió a
mirar la pelota, nos volvió a mirar a nosotros y finalmente grito:
--Hijos de puta! Como pueden perder con eso
chotos de Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados
por lo sorpresivo de la agresion.
--Como carajo puede ser que esos putos nos hagan
cuatro goles?-- siguió gritando el imberbe, ya absolutamente desaforado,
roja la cara, las venas del cuello tensas, como a punto de estallar--.
Hijos de mil putas! Troncos de mierda! Metanse la pelota en el culo!
Y, acto seguido, arrojo el balon al rostro de
Cardaña, estrellándolo contra su nariz. Vi palidecer al capitán y temi
lo peor.
--Vendidos!-- seguia, para colmo, el botija-- Se
vendieron como unos miserables! Cuanta guita les pusieron para ir para
atras, guachos de mierda?
Vi a Cardaña dar un paso hacia el muchacho y
supe que no podria contenerlo.
--Cagones!--vocifero el chico, empinándose hasta
caer, casi, de la cama--. Maricones! Vayan a trabajar, ladrones!
Adverti, en el ultimo instante, el brillo
asesino de tigre en los ojos de Cardaña, el mismo que había apreciado
tantas veces en las inmediaciones del área, y supe que atacaba. Se lanzo
con los dos pies hacia adelante en la temida "patada voladora"
y alcanzo al muchacho en pleno torax, de la misma forma que puso fin a
la carrera de Alberto Ignacio Murinigo, el prometedor numero nueve del
River Plate. Cayeron los dos del otro lado de la cama y, sobre ellos, se
abalanzo una docena de enfermeros que se habían acercado atraídos por
los gritos del botija.
Salimos destrozados del Muñoz. Los muchachos de
Peñarol, heridos hasta lo mas recóndito por la injusticia de los
agravios recibidos. Yo, por lo estremecedor de la escena presenciada.
Al día siguiente, un medico de guardia me
informo que el chico tenia cuatro costillas fisuradas, lo que obligaria
a prolongar su internacion seis meses mas. También me dijo que el botija
padecía de una calvicie irreversible, y que había solicitado permanecer
internado a los efectos de no concurrir a una escuela técnica que
detestaba. Que era un buen chico, en verdad muy hincha de Peñarol y
que, meses atrás, se había hecho regalar un planeador firmado por un
diestro del volovelismo que había batido un record sudamericano.
Muy
pocos conocen esta anécdota, ya que una conjura de silencio se cernio en
torno a ella. Yo me abrigue en el secreto profesional para no revelarla.
El plantel de Peñarol callo el suceso por un natural prurito del
deportista derrotado y en cuanto al agresivo muchacho, tengo información
de que aun sigue en el mismo hospital, aunque ahora con el cargo de
"jefe de enfermeras". Wilmar Everton Cardaña siguio jugando,
desparramando coraje y sangre charrua en cuanto campo de juego le toco
en suerte asolar. Siguió acrecentando su fama de guapeza y virilidad sin
limites. Siguió mostrando, en suma, una sola de sus dos caras o facetas:
la del enérgico, petreo y filoso centrehalf de los de aquellos tiempos.
Apenas un puñado de sus mas íntimos guarda,
como un tesoro, el secreto de aquellas lagrimas que supo derramar ante
el conmovedor y sencillo pedido de un niño.
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